Llovía con violencia, era de noche. Y decidí salir a correr. Las gotas caían
salvajemente sobre mí como si fueran pequeños martillos líquidos en la
oscuridad. Parecía que se iba a acabar el mundo, y yo quería sentirme más vivo
que nunca. Comencé a correr como si fuera un niño, sin freno, sin ataduras,
corriendo todo lo deprisa que daban mis piernas y mi corazón, sin hacer caso a
la cabeza. Chillaba mientras corría, quería sacarlo todo, depurarme, dejarlo
todo atrás, mirando sólo hacía delante. Cuando no pude más, paré y entre jadeos
me arrodillé y mirando al cielo, abrí la boca para dejar entrar dentro miles de agujas de agua
para saborearlas, las gotas abollaban mi piel, el dulce olor de la lluvia me
embriagaba, mis ojos intentaban captar algo de luz en la oscuridad, mientras el
sonido de las gotas al estallar con el suelo me daba una profunda sensación de
paz. Mis sentidos trabajaban a toda máquina, buscando la felicidad de
simplemente sentir. Por un momento alcancé la plenitud, mi cabeza no pensaba,
mi cuerpo sentía. Estuve unos instantes arrodillado, exhausto y feliz, empapándome de vida. Me levanté y caminé
lentamente hasta casa para poder alargar un poco más el momento, tenía que volver, pero lo quería hacer
eterno, porque las cosas son sólo eternas mientras duran.
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